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Envejecer no es desaparecer: es un camino de transformación

Elena Laguarda Ruiz


Durante mucho tiempo, la vejez ha sido vista como una etapa de cierre, un momento de retiro, de pérdida de capacidades, de "ya fue". Y para las mujeres, esta mirada se vuelve aún más cruel porque en una sociedad que nos mide por nuestra belleza, juventud, fertilidad y capacidad de cuidar a otros, el paso de los años muchas veces significa ser invisibilizadas.

Después de haber vivido la maternidad —si es que lo hicimos—, la menopausia, la aparición de arrugas y canas, el pasar de los años…, muchas mujeres comenzamos a notar que ya no somos vistas con el mismo interés. Ya no se nos ve como madres activas, ni como profesionales prometedoras, ni como cuerpos deseables. La sociedad tiene una forma muy eficiente —y dolorosa— de borrarnos cuado no cumplimos con sus mandatos: se nos empieza a tratar como si ya no tuviéramos mucho para aportar, como si el deseo, la creatividad, el placer y la reinvención fueran cosas de la juventud.


Pero esa mirada está cambiando. Y debe cambiar aun más.


Una vejez más larga… y más viva

Hoy, las mujeres vivimos más años, con más salud, más autonomía y más conciencia de nosotras mismas. Las mujeres estamos comenzando a habitar nuestra vejez de formas que antes no estaban en nuestro radar.

En la edad madura, estamos lejos de ser lo que culturalmente se imagina como “ancianas”. Existimos mujeres con estilo, con vida social activa, con proyectos propios; que nos animamos a viajar solas, a estudiar algo nuevo, a crear nuevos proyectos, a emprender, a vestirnos como nos gustamos a nosotras mismas, a disfrutar de nuestro cuerpo y placeres, a seducir y ser seducidas. Muchas emprendemos caminos nuevos, para reinventarnos una vez más.

La vejez dejó de ser el final de la meta para convertirse en otra etapa, una más, con sus posibilidades y desafíos, pero también, con una libertad que, a veces, no se tuvo antes.


Cuando los cuidados ya no te atan

En culturas donde a las mujeres se les asigna el rol de cuidadoras casi de por vida, envejecer también puede significar, por primera vez, vivir sin cuidar a otros. Vivir para cuidar de nosotras mismas.

Muchas ya no están criando infancias, sólo acompañándoles en la adultez; tampoco, sosteniendo el hogar de una familia. Algunas enviudan, otras se divorcian, y otras simplemente deciden priorizarse después de años de postergarse.

Ese momento puede ser transformador. A veces llega con miedo, otras con culpa, pero en muchas ocasiones, también con una sensación nueva: la de tener permiso. Permiso para decir que no. Para descansar. Para tomar decisiones. Para probar cosas nuevas. Para disfrutar de estar vivas, de la libertad.


Envejecer con deseo y con voz

La sociedad tiende a invisibilizarnos como objeto de deseo, pero el deseo no tiene fecha de vencimiento y esta es una oportunidad para convertirnos ―o seguir siendo― sujeto de deseo. Es el tiempo para redescubrir el cuerpo, habitarlo desde otro lugar en donde la moda, el autocuidado y el goce no estén al servicio de la mirada ajena, sino de la propia; para vivir plenamente en nuestro propio placer, no sólo el de compartir la piel, sino el deseo de experimentar el ser mirada, de gustarse a una misma,  de contemplar un amanecer, de saborear una comida, de reír a carcajadas con una amiga, de hacer todo aquello que nos haga sentir placer, de sentirnos vivas. 

Y no, esto no quiere decir que sea fácil o mágico. Envejecer también puede ser duro. El cuerpo cambia, hay pérdidas, se hace evidente lo que no hicimos. Pero también puede ser profundamente liberador. Envejecer no es desaparecer, es transformarnos en otra forma de vivir, plantarnos en el mundo con experiencia, con arrugas, con historia… y con ganas.

Para quienes aún no llegan a esa etapa: pensemos qué ideas debemos derribar. ¿Qué futuro deseamos para nosotras mismas?

Porque quizás lo más revolucionario que podamos hacer, sea permitirnos envejecer con dignidad, con placer… y con libertad.


 
 
 

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